Da revista argelaga, julho de 2016 por Dwight Mac Donald,
Extraído y traducido de The Root is Man, 1946.
La fe moderna en la ciencia está estrechamente ligada a la otra gran creencia moderna: la fe en el progreso. Esta concepción borra la contradicción entre método científico y juicios de valor al afirmar que en realidad no existen dos mundos —un primer mundo al alcance de la investigación científica, y un segundo que, por su propia naturaleza, sólo es accesible por trámites radicalmente diferentes— sino uno solo, que en teoría sería totalmente inteligible mediante el método científico. Si solamente existe un mundo, los problemas de valor desaparecen, puesto que los valores no son más que el reflejo de factores más elementales. A ojos de un progresista, esta conclusión implica que el trabajo de la ciencia ha de ir cubierto con valores positivos. En verdad, se puede fácilmente demostrar que la ciencia ha hecho progresos enormes; y si el método científico puede aplicarse a todos los problemas de la humanidad, entonces es legítimo, y hasta necesario, concebir la historia de la humanidad como un progreso constante. Por supuesto que el progreso deja de ser tan evidente en los campos que algunos de nosotros consideramos externos al método científico —la ética y las artes— aunque haya quien ponga voluntad en demostrar lo contrario, como por ejemplo, Engels en El Anti-Dühring: «Que esto constituya un progreso tanto para la moral como para las demás ramas del conocimiento humano, nadie lo duda.» Pero si partimos del principio —a semejanza de Marx, el más asiduo de los profetas de la ciencia y del progreso— de que las artes y la moral no son más que proyecciones de una realidad subyacente, a punto de ser descubierta por la ciencia, entonces el problema se resuelve por sí mismo sin dificultad. Sobre todo si adoptamos la misma realidad subyacente que Marx, a saber, el desarrollo de los medios de producción. En efecto, al ser éste el dominio donde más competente es la ciencia, la visión de un porvenir con una espléndida «base material» de origen científico que nos dé una admirable superestructura permite que pasemos por alto los problemas actuales. Lo extraño es que la ciencia ya ha cumplido de sobra con su misión, y superando todas las esperanzas de Marx, nos ha gratificado con una colosal base material cuya guinda es la fisión atómica, de tan poco admirables resultados.
La noción de progreso científico ocupa en el marxismo un lugar tan especial que parece reservado para acoger en su seno el término mágico de «socialismo científico». Pero no conviene olvidar que en el siglo XIX tal proceder, lejos de pertenecerle en exclusiva, era común a todos los pensadores políticos de izquierda, sin distinción entre burgueses y socialistas. La única excepción notable que me viene a la memoria es la de Alejandro Herzen.
En efecto, casi todos nuestros ancestros ideológicos estaban de acuerdo con la idea de progreso científico. El concepto fue introducido en el siglo XVIII por los enciclopedistas franceses, e hizo su primera gran aparición en el Esbozo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, de Condorcet. Todos los socialistas del XIX (utópicos, marxistas y anarquistas), herederos de los enciclopedistas, buscaron la legitimación de sus sistemas políticos mediante una justificación científica. En esto eran hijos de su época: Owen, Fourier, Saint-Simon, Proudhon, Kropotkin, Marx… Las únicas voces escépticas u hostiles provenían de conservadores como Burkhardt y Tocqueville, de pensadores religiosos como Kierkegaard y de novelistas y poetas. El hecho de que pocos autores literarios de primera línea hayan reivindicado a la burguesía o al socialismo ilustra las debilidades de la ideología del progreso científico del siglo XIX. Incluso Tolstoi, cuyas novelas quizá constituyan la mejor aplicación del naturalismo en el arte, acabó rechazando sin equívocos los postulados científicos y materialistas en los cuales se fundaba el naturalismo.
[…]
Tal como señala D. S. Savage en Socialismo in extremis (Politics, enero de 1945) quienes construyen su filosofía política sobre la idea de progreso tienen tendencia a justificar los medios por el fin, el presente por el futuro, el aquí por el allí. El progresista es capaz de aceptar una guerra como medio para llegar a un fin, la paz; es capaz, como en la Unión Soviética, de acomodarse a un penoso presente de cara a un futuro ideal; es capaz de una privación de libertad en lo inmediato si eso sirve a largo plazo para organizar coherentemente la sociedad. Si puede realizar tales prodigios de abstracción es porque el progresista, tan predispuesto a tildar al prójimo de «metafísico» o de «utópico», es en realidad el arquetipo del metafísico de nuestro tiempo, dispuesto a sacrificar cuanto haga falta y a la escala que se requiera los intereses reales, materiales y concretos de individuos de carne y hueso en el altar del concepto metafísico del Progreso, al que considera (siempre en términos metafísicos) como la «verdadera esencia» de la historia.
Por otra parte, ¿en qué se basa la dichosa idea? En nada menos que en la atrevida hipótesis siguiente, que el progresista muestra como la más elemental consecuencia del sentido común: los avances científicos, por su propia naturaleza, traerán el bien a la humanidad. Sin embargo, estos progresos —admite— no se producen sin derivas lamentables. Una de ellas es la bomba atómica; otra, el «spray de microbios» [arma bacteriológica] que nuestros científicos están ultimando, al lado del cual la bomba parecería benigna en comparación. Un miembro anónimo del Congreso americano hizo una presentación lírica de sus potencialidades:
Han puesto a punto un arma capaz de eliminar todo ser viviente de una gran ciudad. Consiste en una solución de microbios que se puede irrigar desde un avión. Garantiza una muerte rápida y segura. No haría falta inocular el microbio a todos los habitantes uno por uno. La operación puede hacerse de una sola vez, pues sus efectos se propagan con rapidez (New York Times, 25 de mayo de 1946).
Según un metafísico científico ese tipo de artilugios sería fruto de una desafortunada deriva del progreso, una perversión en suma. Y añadiría que tal spray, en forma de DDT, también sirve para desembarazar a la humanidad de miríadas de condenados insectos que ocasionan cada año pérdidas de 5.6789 millones de dólares en un sólo país. Concluirá que el problema no reside en el objeto, sino en el uso que se hace de él, para el caso, en el hecho de irrigar a las personas y no a los insectos. Para resolverlo, hace falta desarrollar mucho más la mentalidad científica, extender el campo de acción del trabajo científico en detrimento de la ética; un proceder que si el científico es marxista calificará de «dialéctico». Puede que alguien como yo le sugiriera que quizás haya más mal que bien en el progreso científico, no en el sentido en que dicho progreso fuera intrínsecamente —es decir, metafísicamente— bueno o malo, sino en el sentido histórico, en la medida en que actualmente los efectos negativos de cada avance tecnológico parecerían pesar más que los efectos positivos, y que con la bomba atómica y el nuevo DDT-para-el-pueblo la tendencia correría peligro de reforzarse. Entonces, nuestro progresista saldría de sus casillas y le acusaría, o de ser un asceta que no admite satisfacciones terrestres y humanas y prefiere la mortificación de la carne, o de ser un soñador utópico cuyo pensamiento, por más meritorio que resulte en el plano ético, carece de todo fundamento práctico y, por lo tanto, no tiene la menor posibilidad de realización histórica. Sin embargo, se le puede replicar que, en ambos casos, el que anda más errado no es quien él cree.
En primer lugar, no tengo nada de asceta. Si me mantengo escéptico frente al progreso científico, precisamente es porque concedo la mayor importancia a las satisfacciones humanas y terrestres. Los verdaderos materialistas, hoy en día, son aquellos que rechazan el materialismo histórico, puesto que el dominio humano sobre la naturaleza se ha vuelto del revés: ahora hay dominación de la naturaleza sobre lo humano. La organización cada vez más eficaz de la tecnología en forma de grandes concentraciones de productores disciplinados, implica la sociedad de masas moderna, que a su vez implica el control autoritario y el tipo de ideología nacionalista irracional, o mejor infrarracional, llevadas hasta el paroxismo en Alemania y Rusia. La actual gran potencia con la cultura más materialista, donde los dirigentes se proclaman marxistas y el progreso suscita un optimismo beato, es también el país donde el trabajador es un ser completamente ajeno a lo que produce, el país cuyos ciudadanos viven como abejas u hormigas y no como seres humanos, y cuyos soldados, recientemente trasladados de la patria del progreso material y los planes quinquenales a otros países no especialmente florecientes como por ejemplo Bulgaria, se asombran y maravillan ante lo que toman por abundancia, lujo y comodidad, y matarían a sus padres con tal de tener una bicicleta. En cuanto a nosotros, quizá muramos durante la próxima guerra, ya que la fisión atómica es el último descubrimiento científico y el progreso descansa en los avances de la ciencia. Tratemos de imaginar la reacción de una persona sencilla expuesta a esa clase de clichés modernos, por ejemplo, el de que sea necesario sufrir una dictadura para llegar al socialismo —suelen decir: «Claro que la Unión Soviética no es una democracia, pero la dictadura es el único medio de conducir a un país subdesarrollado hacia un nivel compatible con instituciones democráticas ¡ya veréis dentro de cincuenta años!»— o que la fisión atómica sea el instrumento final para acceder al paraíso de la abundancia. Dicha persona sin duda concluiría que tales formulaciones no se alejaban demasiado de la promesa de una vida mejor en el Más allá tan propia del catolicismo.
En segundo lugar, el hecho de que tantos intelectuales occidentales den signos de lo que Sidney Hook ha llamado «el nuevo agotamiento nervioso» —es decir, que se muestren escépticos con el progreso científico— reviste tal vez una importancia histórica, pues a menudo los intelectuales anticipan el sentir de la mayoría. ¿Resulta insensato creer que a medida que la vida en esta jungla científicamente planificada se vuelve cada vez más insoportable, un número creciente de personas se hagan adeptos de lo que podríamos llamar materialismo humano, en oposición al materialismo histórico y progresista? ¿Que acaben prefiriendo vivir sin frigoríficos si el sistema industrial que los produce es el mismo que causará la tercera guerra mundial? ¿No preferirán tener menos automóviles, o coches de menor calidad, o incluso no tener vehículo alguno, si el precio que hay que pagar para disponer de «más» y «mejor» significa la militarización de los individuos a tal escala que fueran incapaces de comportarse humanamente los unos con los otros?
Llamo la atención sobre la conjunción «si» en las frases precedentes. No quiero decir que la producción de automóviles suponga necesariamente la guerra y la burocracia; me limito a señalar una vía de acción para el caso en que esa hipótesis se verificara. Saber hasta qué nivel son posibles las buenas instituciones y cómo utilizar la investigación científica con sensatez, son cuestiones complejas. La respuesta dependerá, por su parte, de lo que la propia tecnología y la propia ciencia puedan enseñarnos respecto a los medios de concretar tales cosas, en el momento y después. Tengo el presentimiento de que a partir de un cierto grado de desarrollo científico, los efectos negativos suplantan necesariamente a los efectos positivos, y esto, en cualquier sistema social imaginable Pero no estoy seguro del todo. Paul y Percival Goodman, por ejemplo, llegaron a una conclusión opuesta: según ambos, es teóricamente imposible que la eficacia técnica y la moral entren en conflicto: esto que solamente puede ocurrir por culpa de la indigencia de nuestra cultura, donde la idea de eficacia ha de enfrentarse a los prejuicios. Los Goodman, en su libro Communitas, dijeron por ejemplo que las economías que realizamos fabricando automóviles en instalaciones gigantescas, como las de River Rouge, no representan nada comparadas con el derroche inducido por las largas distancias recorridas por los obreros que trabajan en ellas, o en comparación con las macroinfraestructuras necesarias para la distribución de los productos, etc. Puede que sea verdad; me gustaría que lo fuera. No obstante, quisiera señalar que contrariamente a lo que pretenden los progresistas, el problema de saber cómo conciliar la eficacia industrial y el bienestar de la humanidad permanece sin resolver.
La bomba que arrasó Hiroshima hace menos de un año, aniquiló igualmente —aunque muchos no sean conscientes de ello— el edificio de creencias progresistas compartido por las teorías liberal y socialista desde hacía dos siglos. Puesto que hoy, por primera vez en la historia, la humanidad se está viendo confrontada al hecho de que su actividad podría conducirla a la destrucción, no sólo de un pueblo o de una parte del mundo, sino a la del mundo en su totalidad. Podrían provocarla la contaminación de la atmósfera por sustancias radiactivas, o una reacción en cadena que resquebrajase la corteza terrestre, liberando el magma de debajo. La mayoría de los científicos afirman que en el estadio actual de desarrollo de la energía atómica una cosa así sería imposible, y otros sostienen lo contrario. Sin embargo, nadie está en condiciones de prever con seguridad lo que será del progreso atómico de aquí a dos decenios. El progreso científico está a punto de alcanzar su «fin» último; lo que pasa es que ese «fin» coincide con el fin —sin comillas— de la propia humanidad. [En este mismo momento, la marcha del Progreso científico perfila una nueva perspectiva bien prometedora: la posibilidad de que en caso de guerra, la nueva bomba de hidrógeno esparza una gran cantidad de radiactividad que, al provocar modificaciones genéticas en los humanos, daría lugar a una serie de generaciones «mutantes». Otra previsión más optimista calcula que la población del planeta se volvería estéril] [nota de 1953].
¿Qué queda del principal argumento de los progresistas, eso de que los males presentes son la condición de la felicidad futura, desde que se vislumbra la posibilidad de que tal vez no haya futuro? En un libro que resume la ideología progresista del siglo pasado, The Martyrdom of Man, Winwood Reade escribió: «doy a la historia universal un título que, aunque resulte extraño, le viene que ni pintado: el martirio del hombre. A cada generación, la especie humana ha soportado los peores sufrimientos en beneficio de su descendencia. La prosperidad de hoy se apoya en las penurias de ayer. Por consiguiente; ¿no es justo que a nosotros nos toque padecer a la vez en bien de los que vendrán luego? ¡Y menudo porvenir el que Reade veía surgir de las calamidades del presente! Para él, el progreso científico permitiría realizar viajes interestelares a todo el universo, fabricar soles y sistemas solares, y ser inmortales. No obstante,si la ciencia ha progresado un montón, es para amenazarnos con la muerte universal: lejos de fabricar nuevos sistemas solares, la humanidad está en vías de destruir al planeta que la hospeda. Y nuestros sufrimientos, lejos de resultar provechosos para las generaciones futuras, podrían dar lugar a la desaparición de la condición elemental de su advenimiento: la existencia de un planeta habitable.
Hoy en día, los enunciados materialistas de Reade se acercan más a la ilusión metafísica que otros menos favorables al progreso. Lo mismo podríamos decir de Engels:
No se puede reemplazar a quinientos mil propietarios y ochenta millones de campesinos rusos por una nueva clase de terratenientes burgueses sin provocar terribles sufrimientos y convulsiones. Pero la Historia es una de las diosas más crueles, y conduce su carro triunfal sobre montones de cadáveres, no solamente en tiempo de guerra, sino también durante los periodos de desarrollo económico «pacífico». Nosotros, hombres y mujeres, por desgracia somos tan estúpidos, que no somos capaces de reunir el coraje necesario en pro de un progreso real a menos que se nos obligue a la fuerza mediante sufrimientos prácticamente desproporcionados […] No hay calamidad que no se vea compensada con un progreso. (Cartas a Danielson, 24 de febrero y 17 de octubre de 1893).
Por más tiempo que se desplegara ante nosotros un futuro infinito, esa clase de metafísica progresista conservaba al menos apariencias de razón. A pesar de todo, nadie podía demostrar que tras varios siglos o milenios de sufrimientos, extravíos y «regresiones temporales» la historia no acabara por fin llevando la humanidad a la tierra prometida. Era pues lógico —aunque no «razonable»— poner a prueba el presente mediante el futuro. Pero cuando nos enfrentamos a la posibilidad real, científica, de que la historia humana termine en más o menos breve plazo, el concepto de futuro, que ocupa un lugar importante en la tradición de pensamiento socialista, ha perdido toda su validez. Tal vez, para escapar a un amargo destino no quede otro camino que extraer las enseñanzas de tan cruda constatación y, por ahí, aprender a considerar las cosas partiendo de nuestra experiencia aquí y ahora.
[…]
Lo que nuestra experiencia presente nos enseña, es que en el curso del siglo XIX, por determinadas razones históricas, el rostro gesticulante de la historia estuvo enmascarado durante un tiempo por ilusiones tan suficientemente potentes como para engañar a una sensibilidad tan penetrante como la de Marx —y, por si fuera poco, una sensibilidad naturalmente inclinada a lo trágico.